domingo, 7 de agosto de 2011

RURAL

Admiremos el campo. Las ciudades que se encuentran cerca de él, siempre son las más bellas. Las más verdes. Las que conservan el sabor a pan casero y a hogar. A tradiciones enraizadas en lo más profundo de sus árboles y a leyendas. Que son las mismas que en otros lugares, pero que son especiales porque siempre le sucedieron a alguien que conoce a alguien que nos conoce a nosotros.

En una de esas ciudades, encontré el amor verdadero. Es un pequeño lugar que se dedica a la siembra de los ingredientes básicos para hacer salsa: Jitomate, cebolla y chile. Un sitio en donde se hacen tortillas de mano y se vive en paz y armonía. Un pequeño rincón michoacano donde se puede ser feliz.

Llegué a ese lugar, huyendo del mundo de gente que te abruma en la gran ciudad. Quería una nueva vida, en la que podían incluirse gallinas, un pequeño huerto familiar, un perro y un gato. Lo que todo escritor debe tener para ser feliz. Así pasaron dos meses de tranquilidad y espera de que algo sucediera.

La felicidad que me prodigaban mis mascotas, nunca cubrieron totalmente la necesidad de un amor cómo el suyo. Hacía falta algo. Quizá conocerle. Y pasó mucho antes de que lo que me habría gustado. Llegó a mi vida de repente, con la voluntad que hasta hoy nos hace tener de vez en cuando ciertos conflictos, aunque su ternura me ganó de inmediato. Quisiera decir cuánto le amé desde ese día, pero las palabras no son suficientes. No existe nada igual a esto que sentí desde el primer momento en que vi su cara. Supe entonces que nunca antes había amado. Que todo lo que sentí fue algo que éste nuevo amor superó en todas las formas posibles.

Me entregué por completo. No por obligación ni porque fuera lo que tocaba hacer. Me entregué y me entrego por convicción, porque su amor es real, ilimitado, sincero. Porque a cada momento sigue haciéndome ver lo importante que es en mi vida. Lo mucho que le necesito para crecer.

Daría mi vida por defender la suya. Porque lo merece y porque así lo decidí. Es por eso que una mañana de julio, tuve que dejar mi casa, la pequeña ciudad rural que elegí para estar el resto de mis días. Una vez más, huí de un sitio que no era el correcto. Pero en ésta ocasión, lo hice por amor. Por el amor tan grande que ésta persona me hace sentir.

A veces regresamos al lugar dónde nos conocimos. Esa pequeña ciudad de campos y arado, de establos, de niños que juegan en los canales de riego, de domingos en la plaza. Recorremos con lentitud las calles que nos vieron desde el día en que nos conocimos. Observamos los cambios que sufre nuestra ciudad y de la mano, visitamos a la gente que nos conoce bien y nos ha visto disfrutar de nuestro amor.

Es tradicional, casi institucional, comer tacos en el mercado. Tomar un raspado en la plaza, esperar que por las tardes pase frente a la puerta de nuestro hogar el señor de los tamales. No tenemos teléfono y tan solo se pueden ver dos canales de televisión. Así de alejada está esa ciudad rural. Pero somos felices. Todo el tiempo que pasamos en ese pequeño lugar, lo somos. Disfrutamos al máximo nuestra compañía, porque ese pequeño lugar, nos da fuerzas para seguir cuando lo dejamos para continuar con nuestras vidas en la otra ciudad, la que nos adoptó después de que dejamos Michoacán.

Y no puedo dejar de agradecer al Creador, por haberme hecho conocer el amor verdadero. El que encontré en esa pequeña ciudad rural una madrugada de 6 de enero, el día en que nació la persona más importante de mi vida: Mi hija, mi niña. Mi princesa Scherezada.

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